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  • Foto del escritorFrancisco Prado-Vilar

De reyes, coronas y lágrimas: Notre-Dame de París y la Catedral de Santiago

Actualizado: 15 abr 2020

“Mi corona está en mi corazón, no en mi cabeza; no está adornada con diamantes ni piedras de la India, ni es visible. Mi corona se llama contento, una corona que los reyes raras veces disfrutan”.

Shakespeare, Enrique VI, Parte III, tercer acto, esc. 1



El dramático incendio que se desencadenó en Notre-Dame de París ha puesto de manifiesto que esta catedral medieval continúa siendo el centro espiritual y geográfico de Francia, y que su fachada, a cuyas torres se encaramaron los bomberos para impedir que fuese desfigurada por el fuego, se erige en la cara monumental de la nación. Pero la mayoría de los rostros pétreos que contiene no son originales sino productos de la intensa campaña de restauración dirigida por Viollet-le-Duc entre 1843 y 1864, durante la cual también se construyó la espiga que acabó sucumbiendo al fuego durante la semana de Pascua, y para cuya restitución el gobierno galo se ha apresurado a anunciar un concurso internacional.



Las veintiocho estatuas de los reyes de Judá que decoraban la galería alta – emblemas de la genealogía regia de Cristo descrita en el Evangelio de San Mateo – fueron arrancadas de sus lugares originales por un decreto de la Comuna de Paris en octubre de 1793, y decapitadas ritualmente al creer que se trataba de retratos de los antiguos monarcas de Francia. Encontraron así la misma suerte que sus descendientes simbólicos modernos y, de hecho, las autoridades revolucionarias enviaron algunas de esas cabezas, como trofeos, a varios distritos de las afueras de la ciudad. Las otras, junto con sus cuerpos mutilados, permanecieron apiladas en una explanada al norte de la catedral durante tres años hasta que empezaron a venderse como material de construcción. Fue, precisamente, en una de las mansiones construidas en torno a 1797, el Hôtel Moreau, ocupada hasta fechas recientes por el Banco francés de comercio exterior, donde en abril de 1977, durante unas obras de renovación, se descubrieron más de 300 fragmentos escultóricos de la fachada catedralicia, incluidas muchas de las cabezas regias, que habían servido de relleno al pavimento del patio palaciego.



Este conjunto de torsos decapitados y cabezas flotantes se reúnen ahora en una de las salas del Museo Nacional de la Edad Media, Musée de Cluny, de París, ofreciendo un evocador paisaje de cuerpos mutilados que inspiran a meditar sobre los avatares de la historia y la fragilidad del patrimonio artístico, sobre lo mucho que hemos perdido, y sobre el poder de los fragmentos conservados para incoar su restitución estética e intelectual.



Si la cara de Francia es la fachada occidental de Notre-Dame, la cara del Reino de Galicia fue la fachada del Pórtico de la Gloria de la Catedral de Santiago, construida bajo la dirección del maestro Mateo para transformar un templo de peregrinación en una majestuosa catedral real, sede espiritual de la monarquía galaico-leonesa, y escenario para grandes acontecimientos áulicos como coronaciones e investiduras de caballero. Fue precisamente un 21 de abril de 1211, el jueves de la segunda semana de Pascua, cuando ese edificio alcanzó su plenitud simbólica durante la solemne ceremonia de consagración, oficiada por el arzobispo Pedro Muñiz, quien cruzando el umbral de esta fachada, entró en la catedral y procedió a ungir las doce cruces de consagración que se distribuían por los muros perimetrales del templo.


YO PEDRO IV DEDICO A HONRA DE DIOS ESTE TEMPLO DE SANTIAGO EL CEBEDEO CUANDO BRILLA LA LUZ DEL QUINTO DIA

La comitiva que lo acompañaba estaba presidida por el rey Alfonso IX (VIII de Galicia), nieto de Alfonso VII, a quien el arzobispo Gelmírez había coronado en esa misma catedral en 1111, iniciando así el sueño de la sede jacobea de convertirse en catedral real, sueño que ahora culminaba teniendo el Pórtico de la Gloria como espectacular escenario. Pero este habría de ser también su epílogo ya que el Reino de Galicia y León perderá su independencia a la muerte de Alfonso IX y el centro espiritual de la monarquía se trasladará a otras tierras.


Rey Alfonso IX (VIII de Galicia)

En diferentes circunstancias históricas, y por distintas razones, el Pórtico de la Gloria y la fachada de Notre-Dame, uno terminado en torno a 1200 y la otra dos décadas más tarde, habrían de sufrir mutilaciones en su conjunto escultórico, abocando a algunas de sus obras maestras al exilio, la fragmentación y la pérdida de la memoria de su identidad. Escribí recientemente en La Voz de Galicia sobre las sobrecogedoras figuras de Ezequiel y Jeremías que originalmente flanqueaban la entrada sur del nártex compostelano, y que hoy se encuentran en el Pazo de Meirás a donde llegaron en circunstancias oscuras tras haber sido adquiridas por el Ayuntamiento de Santiago al conde de Ximonde en 1948. Estos dos profetas del exilio servían de heraldos veterotestamentarios a los eventos del Juicio Final representados en el interior de esa entrada, recordando las causas de la destrucción del templo de Jerusalén, el cual fue incendiado por las hordas invasoras de Nabucodonosor, debido a los pecados de sus habitantes y sus conflictos fratricidas. A su vez estos profetas proclamaban la necesidad del arrepentimiendo personal y de la regeneración nacional para propiciar la reconstrucción del Reino y del templo, en mensajes que resonaban en el presente:


Esta es la palabra que vino a Jeremías de parte del Señor: “Párate a la entrada de la casa del Señor, y desde allí proclama este mensaje: ¡Escuchad la palabra del Señor, todos vosotros, habitantes de Judá que entráis por estas puertas para adorar al Señor! Así dice el Señor Todopoderoso, el Dios de Israel: ‘Enmendad vuestra conducta y vuestras acciones, y yo os dejaré seguir viviendo en este país. No confiéis en esas palabras engañosas que repiten: ‘¡Éste es el templo del Señor, el templo del Señor, el templo del Señor!’” (Jeremías 7:1-5)


El incendio de Notre-Dame, y la fortuna de su galería de reyes, da pie ahora a hablar de la entrada norte de la fachada mateana que estaba originalmente presidida por las efigies de David y Salomón. Al igual que las parejas de profetas que ocupaban las jambas de las restantes entradas del nártex, las figuras de estos dos monarcas bíblicos fueron desmontadas en el s. XVI para permitir la instalación de las puertas, trasladándolas al pretil de la escalinata del Obradoiro donde permanecieron a la intemperie hasta 2016, cuando fueron restauradas para poder ser hoy contempladas en el Palacio de Xelmirez.


David y Salomón

Un accidente, y no hordas revolucionarias, decapitó la figura de Salomón a finales del s. XIX, siendo su cabeza re-injertada torpemente y su rostro sometido a una tosca reconstrucción que distrae del prodigioso diseño de su cuerpo, cuya brillantez compositiva puede calibrarse cuando lo restituimos a su lugar original en la jamba sur de la entrada norte. Desde ahí, saludaba a los visitantes girando su mano derecha hacia el exterior, haciendo que su manto regio, agitado por el fuerte viento que soplaba desde la plaza, se arremolinara en torno al antebrazo de la otra mano, describiendo en su caída multitud de pliegues que oscilaban hacia el interior del nártex. Frente a él estaba la efigie de su padre el Rey David completando, de esta forma, el tándem de monarcas constructores de templos que eran frecuentemente invocados en la liturgia de la consagración de las iglesias, y en los rituales de dedicación que se celebraban periódicamente en épocas de crisis para preservarlas de catástrofes. Seguramente por esta entrada pasó la solemne comitiva que ofició la consagración de la catedral en 1211 dando la oportunidad a Alfonso IX y su heredero Fernando, a elevar su mirada y verse reflejados en el espejo de las efigies de David y su hijo Salomón.


Si los fragmentos de Notre-Dame nos recuerdan la grandeza y las crisis de una nación en su devenir histórico, plasmadas en las mutilaciones sufridas por las estatuas de sus monarcas, la figura del David compostelano se erige en la elegía pétrea de un Reino ya que los avatares del tiempo la han dotado de una pátina de melancolía que añade una nueva dimensión a la obra maestra mateana. Ciertamente, a la brillantez del artista medieval se ha sumado la acción de la lluvia compostelana que, suavemente, ha acariciando durante siglos el granito hasta envolver el rostro del rey en un velo traslúcido de lágrimas petrificadas.


I know you all, and will awhile uphold The unyok'd humour of your idleness. Yet herein will I imitate the Sun, Who doth permit the base contagious clouds To smother up his beauty from the world, That, when he please again to be himself, Being wanted, he may be more wonder'd at, By breaking through the foul and ugly mists Of vapours that did seem to strangle him.


Shakespeare, Henry IV, Part One, Act 1, Scene 2


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